El 17 de mayo, el Perú no amaneció: se atragantó. Porque hay silencios que no traen paz, sino pólvora. Ese día, Antuan Salvador Pastor Ayala, de apenas seis años, fue asesinado por una bala que no lo buscaba, pero lo encontró. Iba camino al colegio cuando una ráfaga dirigida a un chofer alcanzó su cuerpo menudo. Y con él, se desplomó también una parte de nuestro futuro.
¿En qué momento un país comienza a blindar mochilas en vez de escuelas? ¿Cuándo se convirtió en rutina que los niños recen —si aún creen— no para pasar un examen, sino para volver vivos?
La extorsión en el Perú ya no es un síntoma: es el diagnóstico. Un cáncer que no necesita de quirófanos, porque se expande a la vista de todos. En 2024, se reportaron más de 16,000 casos, aunque la cifra es solo la sombra de un fenómeno más profundo. Porque lo que no se cuenta —lo que se paga en secreto— también mata. Mata negocios, sueños, barrios enteros.
Pero hay una ironía grotesca en este escenario: mientras las mafias perfeccionan su logística con la eficacia de una startup, el Estado parece una empresa quebrada que aún imprime folletos. Se estima que la extorsión succiona más de 6,000 millones de soles al año. Y sin embargo, el gobierno responde como quien trata una hemorragia con un pañuelo perfumado.
El Congreso, por su parte, decidió aportar al caos con su propia genialidad: la Ley N.º 32108 redefinió el crimen organizado excluyendo —sí, leíste bien— la extorsión. Como si un manual médico omitiera al cáncer por error de tipeo. Aunque la medida fue corregida luego, el mensaje quedó flotando en el aire como un disparo que aún no cae: en este país, el crimen evoluciona más rápido que la ley.
Y si hablamos del Ejecutivo, el panorama no mejora. Ministros blindados por la costumbre, discursos tan previsibles como inútiles, y una coreografía estatal que repite los mismos pasos mientras el escenario arde. Es como querer apagar un incendio forestal con una pistola de agua... sin agua.
Mientras tanto, quienes pagan el precio más alto son los de siempre: los pequeños comerciantes, los choferes, los padres sin espalda financiera ni padrinos políticos. La Asociación de Bodegueros reporta el cierre de 3,000 negocios. No por quiebra, sino por miedo. Porque aquí, abrir una tienda puede ser más peligroso que atracar un banco.
Y entonces llega el golpe final: la muerte de Antuan. No como una anomalía, sino como una lógica. No como un error del sistema, sino como su consecuencia más cruda. Un niño asesinado por una bala sin nombre, en una calle cualquiera, en un país que aún se pregunta si esto es normal. Spoiler: no lo es. Pero lo estamos haciendo costumbre.
¿Hasta cuándo seguiremos blindando mochilas y desblindando leyes?
¿Hasta cuándo seguirá el crimen dictando el precio del pan, del pasaje, de la vida?
No hay solución fácil, pero sí hay un punto de partida: asumir que esto no es "inseguridad", es guerra social de baja intensidad. Se necesita inteligencia financiera, estrategia legal, presencia estatal real y, sobre todo, una voluntad política que no tiemble ante las amenazas.
Porque cada día sin acción es otra bala en la recámara. Y aquí, nadie tiene chaleco emocional.