Texto: Ademir EspírituEl día que lo iban a extraditar, Alberto Fujimori se levantó a las cinco y treinta de la mañana. Estaba en su mansión. En la Hacienda Chicureo. Todavía en Chile. Dentro de su imperturbable rostro donde casi se desdibujaba aquel rictus socarrón, sabía que lo retornarían al país del cual negó ser hijo. Como el poema de Neruda, se vistió estrictamente de cadáver –abrigo negro, cabello laqueado.
Media hora después, cuando oyó que el helicóptero de Carabineros se posaba en el campo de golf donde solía gastar el tiempo, supo que venían por él. Desde el cinco de abril de 1992, su suerte estaba disuelta.
Aquel día de aquel año, de Presidente Constitucional de la República del Perú trastocó en dictador. Ese fue el derrotero que eligió junto a su también maquiavélico asesor Vladimiro Montesinos.
A dúo, jugaron a ejecutar gente a través de escuadrones de la muerte. Sobornar o desprestigiar a sus opositores. Comprar líneas editoriales de los medios de comunicación. Traficar con armas y drogas. Hurtar impenitentemente las tantas veces hurtadas arcas del Estado. Fabricar leyes que, por ejemplo, condenaron a los trabajadores peruanos a laborar sin beneficios sociales y más de doce horas. Y en nombre de la globalización y la competitividad vender a precios de saldo las empresas estatales…
Escoltado por agentes del INTERPOL, sin marrocas, portando un maletín negro, Fujimori abordó el helicóptero de la policía chilena. A las seis y treinta -en vísperas del inicio de la primavera en el hemisferio sur- comenzaba para el ex presidente su proceso de extradición al Perú, luego del histórico fallo de la Corte Suprema de Chile por dos cargos de abuso a los derechos humanos y cinco de corrupción.
Ya en la Base Aérea Nº 10 de Chile, Fujimori le pidió a Francisco Velozo, su abogado en la nación sureña, una bebida caliente. A las siete y cuarenta, las autoridades chilenas cumplieron con entregarlo a sus pares del Perú. Dejó la taza a medio tomar y subió sin premura al Antonov de la FAP de matrícula 227.
La aeronave partió de Santiago e hizo una escala de rutina en Antofagasta. Así culminaba, 685 días después, el capítulo chileno del primer presidente latinoamericano que abandonó su nación, renunció por fax, se hizo japonés, contrajo matrimonio a la distancia, pretendió –fallidamente- ser presidente y senador en dos naciones: todo en nombre de la impunidad.
Recién en Lima, a las cuatro y treinta y siete de la tarde pisó –siete años después- suelo peruano en la Base Área Las Palmas. En Tacna, permaneció en todo momento al interior del Antonov.
En cadena, las estaciones de televisión y las radios –sus propietarios y con seguridad los mismos “periodistas”, que en su dictadura eran condescendientes e informaban lo que él y Montesinos querían-, anunciaban a la opinión pública el traslado en helicóptero de Fujimori a su reclusorio temporal de la Dirección de Operaciones Especiales (Diroes) en Ate Vitarte. Un cardenal, que en el fujimorato decía que los derechos humanos eran “una cojudez” (sic), pedía en RPP “no al encono ni a la venganza” para su amigo el extraditado.
Su hija Keiko –sin la finura con la que suele presentarse a los medios- exigía al Ejecutivo un trato “especial” y “nada de show mediático”. A pie juntillas el gobierno de Alan García se lo concedió. No marrocas. No fotografías. No cámaras de televisión. No a las penitenciarías formales de la Base Naval, Piedras Gordas, ni Castro Castro.
Eran las diez y treinta de la noche del tres de noviembre de 1991 en Barrios Altos. Era la pollada del 840 del Jirón Huanta. Acribillados por miles de balas fueron asesinados Placentina Marcela Chumbipuma Aguirre, Luis Alberto Díaz Astovilca, Octavio Benigno, Huamanyauri Nolazco, Luis Antonio León Borja, Filomeno León León, Máximo León León, Lucio Quispe Huanaco, Teobaldo Ríos Lira, Tito Ricardo Ramírez Alberto, Manuel Isaías Ríos Pérez, Alejandro Rosales Alejandro, Nelly María Rubina Arquiñigo, Odar Mender Sifuentes Nuñez, Benedicta Yanque Churo, y el pequeño de ocho años Javier Manuel Ríos Rojas.
A las cuatro con treinta y cinco de la mañana del dieciocho de julio del 1992, fueron ejecutados Luis Ortíz Perea, Armando Amaro Cóndor, Bertila Lozano Torres, Dora Oyague Fierro, Robert Teodoro Espinoza, Heráclides Pablo Meza, Felipe Flores Chipana, Marcelino Rosales Cárdenas, Juan Mariños Figueroa y el profesor Hugo Muñoz Sánchez. Todos de la Universidad Enrique Guzmán y Valle, La Cantuta.
Ellos fallecieron sin saber por qué o de qué los acusaban. Nada fue justo para ellos. Nunca sabrán qué fue de sus asesinos. Si recibieron condena o no. Si lo extraditaron o no. Pero con seguridad, ellos hubiesen deseado, que sus muertes no queden impunes para que nunca, nunca más, se repita.