13 abr 2025

Mario Vargas Llosa: el fin de una era, el inicio de una relectura

Por Ademir Espíritu

La muerte de Mario Vargas Llosa no solo marca el cierre de una de las trayectorias más importantes de la literatura contemporánea, sino también la oportunidad —y responsabilidad— de volver a mirar su legado con la complejidad que merece. El escritor peruano no fue un autor complaciente, ni en su narrativa ni en su pensamiento político. Fue, ante todo, un provocador intelectual, un disidente perpetuo de las verdades cómodas, y un convencido defensor de la palabra como trinchera moral frente al autoritarismo.

Como novelista, su obra ha sido —y seguirá siendo— objeto de estudio, admiración y crítica. La ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en La Catedral y La guerra del fin del mundo son mucho más que hitos literarios: son radiografías del poder, el fanatismo, la descomposición institucional y la fragilidad de los ideales. Leer a Vargas Llosa es entrar a un laboratorio de la condición humana, donde los personajes, complejos y contradictorios, reflejan nuestras propias luces y sombras. Pocos autores han retratado con tanta lucidez los dilemas éticos y políticos de América Latina.

Sin embargo, la figura de Vargas Llosa no puede escindirse de su activismo político. Para algunos, su tránsito del pensamiento progresista a posiciones liberales fue una traición; para otros, una evolución coherente con su rechazo visceral a toda forma de dogmatismo. Fue un crítico ácido del populismo, del nacionalismo tribal y de los regímenes autoritarios de izquierda y derecha. Sus opiniones generaron adhesiones apasionadas y rechazos viscerales, pero jamás indiferencia. Eso también es un signo de grandeza intelectual.

En tiempos donde la corrección política intenta uniformar el pensamiento, su voz fue incómoda, pero necesaria. A menudo malinterpretado, Vargas Llosa fue uno de los pocos escritores que entendió que el rol del intelectual no es complacer a las mayorías, sino confrontarlas con sus contradicciones. Su defensa de la libertad individual y del liberalismo democrático puede haber sido impopular en ciertos círculos, pero fue siempre una apuesta por la civilización frente a la barbarie, por la razón frente a la consigna.

No obstante, sería ingenuo idealizar su figura. Vargas Llosa también fue prisionero de sus propias certezas. En más de una ocasión, su defensa del orden liberal se tornó ciega frente a sus propias limitaciones y contradicciones. A pesar de ello, incluso en sus errores, mantuvo una postura intelectual honesta, sin esconderse detrás del relativismo ni del oportunismo.

Hoy que ya no está, el debate sobre su legado continuará —como debe ser con todo pensador que ha dejado huella. Lo importante será no reducirlo a etiquetas ni a estereotipos, sino asumirlo en su totalidad: como un escritor brillante, un polemista temerario, un amante de la libertad y un hombre que creyó, hasta el final, en el poder transformador de las ideas.

Su muerte nos obliga a releerlo, a cuestionarlo, a dialogar con su obra. Porque si algo nos enseñó Vargas Llosa, es que la literatura no se limita a entretener: debe incomodar, iluminar y empujarnos a pensar. Ese será, quizás, su legado más profundo.

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